escribía sobre «el avance de la ciencia» (Porter, «The Scientific Revolution and Universities», 1996:538, 560; compárese con Porter, «The Scientific Revolution», 1986:302). Ya es hora de liberar el trinquete.
Un magnífico análisis el estado de la situación cuando empecé a trabajar en este libro lo proporciona Daston, «Science Studies and the History of Science» (2009); la diferencia entre nosotros es de énfasis, porque según mi opinión Daston subestima el grado en el que el temor al anacronismo ha debilitado la historia de la ciencia y sobreestima el grado en el que la historia de la ciencia se ha distanciado del principio de simetría. (Para un reconocimiento anterior de que la historia de la ciencia ha perdido su sentido de dirección, Secord, «Knowledge in Transit», 2004:671). Golinski, «New Preface» (2005):xi, resumió la situación inmediatamente después de las guerras de la ciencia: «Quizá el constructivismo haya perdido algo del rubor de su promesa inicial… pero todavía informa gran parte de la erudición histórica al nivel de supuestos tácitos».
Golinksi quizá es también típico en su opinión atolondrada de que el relativismo del programa robusto puede y debe ser usado «como una herramienta y no como una expresión de un escepticismo totalizador» y por sugerir que puede considerarse el constructivismo como «complementario a una gama de otros enfoques» (x-xi). Es cierto que los refinados defensores del programa robusto insisten en que no son relativistas cuando se dedican a su vida cotidiana, pero no sugieren que se pueda ser un relativista a tiempo parcial cuando se estudia la ciencia como historiador o sociólogo; su relativismo no puede tomarse y dejarse como una herramienta porque es un postulado metodológico que dictamina que las cuestiones no relativistas están fuera de lugar; en este sentido, son relativistas de la cabeza a los pies.
Golinski se equivoca también al sugerir que no fue hasta el estallido de las guerras de la ciencia cuando el proyecto constructivista perdió su sentido de dirección. En realidad, por la época de la inocentada de Sokal (1996), el proyecto ya tenía serios problemas. Desde fuera, se vio sometido a una crítica devastadora: Laudan, «Demystifying Underdetermination» (1990). El sentido de la crisis que se avecinaba estuvo marcado por la declaración de Bruno Latour, como miembro del grupo: «Después de años de progreso célere, los estudios sociales de la ciencia están detenidos» (Latour, «One More turn After the Social Turn», 1992:272). Lo estaban, y (a pesar de Pickering, The Mangle of Practice , 1995, que representa un intento importante para volver al buen camino) todavía lo están.
Hace ya quince años desde que Victoria E. Bonnell y Lynn Hunt publicaron una colección de ensayos titulada Beyond the Cultural Turn en la que buscaban (pero no encontraron) una salida a lo que llamaban «nuestro dilema actual» (Bonnell & Hunt, «Introduction», 1999:6). ¡Ay!, todavía hay mucha gente que piensa, con Nick Wilding, que «el constructivismo social no va lo bastante lejos». Wilding sospecha que en el siglo XVII «la práctica de la ciencia estaba tan localizada y era tan poco transferible que la idea de una norma pertenece a una Ilustración, y no al paisaje epistemológico de la época moderna temprana» (Wilding, Galileo’s Idol , 2014:136-137). De manera inevitable, este enfoque hace que la Revolución Científica sea totalmente invisible. Implica que la afirmación de Galileo de que es imposible, desafiando a la naturaleza, transformar la falsedad en verdad, era totalmente inapropiada; que Hobbes se equivocaba al admirar a Galileo como fundador de un nuevo tipo de conocimiento; y que el sueño de Diderot representa el inicio, no el fin, del relato del nacimiento de la empresa científica. Y, desde luego, se equivoca: la transferibilidad de la nueva ciencia de Galileo está claramente demostrada por una lista de las ciudades en